- La poética de Dolors
Alberola siempre reservó plaza al experimentalismo, con ejemplos tan notables
como arriesgados: La quejumbrosa vida de
John Stemberg, Historias de Snack-Bar,
Ire(né)Lanuit y El vagabundo de la calle Algarve. ¿Qué innovaciones ha acarreado de
estos libros a los recientes y cuáles ha aportado de nuevo cuño?
- Siempre amé la fusión entre surrealismo, culturalismo, música y
metáfora. ¿Innovaciones de nuevo cuño? Eso intento en cada verso, en cada letra
si es posible. El día que me dé cuenta de haber innovado algo, habré conseguido
poner un dedo sobre la meta. Es tan difícil abandonar el cauce, después de
tantos siglos de trazado… pero una cosa sí, el que no arriesga no pasa nunca de
ser epígono.
- ¿Qué sentido tiene
para Ud. romper la barrera del verso tradicional para incurrir en la prosa
poética?
- Tiene el sentido de la llamada del tiempo y de la gente. Somos pocos
los que amamos la poesía y la época es muy visual. El poema de verso corto está
tan visto como la propia caligrafía, llegando -para mí- a parecer obsoleto.
Acercar el poema al edificio de la prosa es obra de ingeniería más actual;
hemos de arquitectar las cosas como requiera el tiempo, sobre todo si ese
tiempo nos es inherente y nos empuja a tales edificios. Soy más feliz en medio
de un poema rectángulo que de una hilera estrechísima de palabras y me niego a
llamarlo prosa poética. Eso es otra cosa, flujo de otras heridas. Lo que yo
escribo es poesía y si dispongo un soneto de este modo, sólo deja de ser soneto
en su apariencia leve; la música, la medida, el aullido de luz, siguen siendo los
mismos. Soneto es, a pesar de no verse sus catorce costillas, como hombre es el
que se ve debajo de un abrigo o de un montón de piedras apiladas.